mi campana de cristal
martes, 17 de enero de 2012
viernes, 11 de noviembre de 2011
la ciudad
Era un apartamento pequeño, sencillo, muy bonito, cerca del río. Tenía una moqueta roja en el salón, una pared de ladrillos oscuros, una tostadora que no funcionaba y una cama enorme, mullida y caliente. Era un cuarto sin ascensor con escaleras empinadas y verdes.
Lo primero que me sorprendió de la ciudad fue la humedad. La sensación casi pesada del aire y el calor pegajoso que me recordaba a lugares totalmente diferentes. Pero eso fue sólo el primer día, después la temperatura se volvió más fresca, el ambiente más de otoño suave.
Al llegar al aeropuerto nos subimos a un taxi amarillo. Cuarenta minutos más tarde ahí estaba, la ciudad esperada. Los edificios enormes, los puentes, las luces, los barrios pequeños y ruidosos, los silenciosos, la comida en la calle, los clubes de música por la noche, una taza de chocolate en un bar destartalado con discos de los setenta, el lago con los patos, el Hudson, la sensación de hacer lo que quieres donde quieres.
Las calles se abren inmensas, sin final. Y al atardecer, los metales, los cristales, las ventanas multiplican la luz naranja y radiante. Quiero ir a todas partes a todas horas. En el Harlem, ancianas vestidas de domingo y con panderetas caminaban muy despacio hacia las iglesias. Quiero ir a todas partes.
Todas las historias estaban allí. Pensé en Holden Cauldfield, en Sylvia Plath, en Manhattan Transfer, en los beat y en Aullido, en la aurora tiene cuatro columnas de cieno. Ahora ya lo entendía todo. Estaba en Nueva York y era feliz.
Lo primero que me sorprendió de la ciudad fue la humedad. La sensación casi pesada del aire y el calor pegajoso que me recordaba a lugares totalmente diferentes. Pero eso fue sólo el primer día, después la temperatura se volvió más fresca, el ambiente más de otoño suave.
Al llegar al aeropuerto nos subimos a un taxi amarillo. Cuarenta minutos más tarde ahí estaba, la ciudad esperada. Los edificios enormes, los puentes, las luces, los barrios pequeños y ruidosos, los silenciosos, la comida en la calle, los clubes de música por la noche, una taza de chocolate en un bar destartalado con discos de los setenta, el lago con los patos, el Hudson, la sensación de hacer lo que quieres donde quieres.
Las calles se abren inmensas, sin final. Y al atardecer, los metales, los cristales, las ventanas multiplican la luz naranja y radiante. Quiero ir a todas partes a todas horas. En el Harlem, ancianas vestidas de domingo y con panderetas caminaban muy despacio hacia las iglesias. Quiero ir a todas partes.
Todas las historias estaban allí. Pensé en Holden Cauldfield, en Sylvia Plath, en Manhattan Transfer, en los beat y en Aullido, en la aurora tiene cuatro columnas de cieno. Ahora ya lo entendía todo. Estaba en Nueva York y era feliz.
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